Desde hace muchos años llevo Chile en
el corazón. No como una espina, sino como una rosa. Nos enamoramos de un país,
por la gente, el ambiente, la política, la risa, la memoria, el amor mismo, una
mujer, su vida, su muerte. Nos enamoramos de un país en un instante determinado
de nuestras vidas, a veces sin saber exactamente cuáles son las razones que
provocan esa pasión que crece con el tiempo, como una añoranza ardiente, que nos
hace regresar a esa tierra cada vez que podamos.
Me enamoré de Chile por Neruda, por
Allende en su momento, por Violeta Parra, por el congrio, por los amigos, por el
paisaje de la memoria. Fui a Chile, pues, cuantas veces pude, porque sabía que
allí iba encontrar muchos más amigos que en cualquier otro lugar. Isleño, al fin
y al cabo, reconocía en Chile otra forma de ser isla y me miraba, al fin, en un
espejo semejante al de mi tierra. Me enamoré porque, al contrario que en otros
países de América Latina, en Chile no se educa en los colegios a sus niños
afirmándolos una y otra vez en la mitología y en la heroicidad nacional, sino en
el esfuerzo. Chile es, se les inculca a los educandos, un país pequeño que hay
que levantar todos los días (¡Fuerza, Chile!) levantándose temprano, trabajando
con gran esfuerzo, creyendo en el país y en sus gentes. Y yo, que no soy
chileno, creo en ese país y en sus gentes.
Al escritor Joaquín Edwards Bello, en
plena guerra mundial, le preguntaron en París dos viejecitas que por qué no
estaba en el frente. El inútil de la familia, como lo llamaban los Edwards (de
donde salió la novela del mismo título de mi amigo Jorge Edwards), contestó con
una lucidez inmediata. «Soy chileno», dijo. «¿Y eso es grave?», preguntaron las
viejecitas. Y sí, no es una enfermedad ser chileno, pero a veces es grave.
Tampoco lo es querer a los chilenos y querer a ese país, pero hay momentos en
que los golpes duros tenemos que hacerlos propios también por amor. Al
chilenísimo Huidobro le preguntaron, una vez que regresó a Santiago desde París
(donde vivía), cómo se sentía en Chile. «¡Como en mi segunda patria!», ironizó
el autor de «Altazor».
Había hecho la maleta para volar a
Santiago de Chile el sábado 27 de febrero en la noche. Iba a asistir como
invitado al V Congreso de La Lengua, que tendría lugar en Valparaíso esta misma
semana. Hice la maleta ilusionado, porque además «moderaría» la mesa de Homenaje
a la Poesía Hispanoamericana actual, en la que participarían los poetas Juan
Gelman, Nicanor Parra, Francisco Brines, Carlos Germán Belli y Eduardo Lizalde.
De una u otra manera los conocía a todos personalmente, y -desde luego- los he
leído y los admiro a todos, como personas y como poetas. Son cumbres en nuestra
poesía, cada uno a su modo, y encontrarme con ellos en Valparaíso, estar con
ellos sentado en la misma mesa y «conducirlos» era un reto de responsabilidad y
un honor que esperaba con la certidumbre de la satisfacción final. Además, iba a
ver en Valparaíso a maestros y amigos, todos reunidos en torno a nuestra manía y
fiesta principal, la lengua española. Pero nada más levantarme ese sábado, en
las horas de la mañana y antes de leer los periódicos, las emisoras de radio me
dieron la terrible noticia: un terremoto con epicentro en el mar, cerca de
Concepción, había destruido la región y se había hecho sentir en todo el país.
En Chile era de noche todavía, pero me puse al ordenador y le envié un mensaje a
Jorge Edwards, que contestó inmediatamente. La familia estaba bien, los amigos
también, todos estaban bien, «pero había sido muy fuerte, demasiado
fuerte».
Leí despacio el mensaje electrónico y
cerré los ojos. Pensé en Chile. Recordé una vez, hace muchos años, una mañana en
la que me estaba duchando en el baño de mi habitación, en el Sheraton de San
Cristóbal, Santiago, y de repente comencé a bailar peligrosamente dentro de la
tina, mientras un estrépito espantoso, como de martillazos constantes y
crecientes, me rompía los oídos. Abrí la cortina de la tina y vi que todo
bailaba de un lado a otro. Se fue la luz, pero yo seguía viendo bailar al oscuro
la toalla de baño blanquísima colgada del toallero. Parecía la sábana en la que
se envuelven los fantasmas para aterrorizar a los mortales. De inmediato, el
temblor calmó. En el desayuno le pregunté al camarero si había sido un
terremoto. «No, sólo un temblor», me dijo sonriéndose amablemente, «un terremoto
es un desastre, señor».
Cuando los boletines de las emisoras de
radio y televisión iban subiendo las cifras de muertos en la tragedia chilena,
subía mi angustia en el corazón. Un suerte de ansiedad que pensé que había
dejado atrás hace años se hizo dueña de mi estado de ánimo y comenzó a
emborracharme, atenazándome y ahogándome cada una de las ideas que se me
ocurrían a cada instante. Estaba preso de esa angustia, me sentía sometido a una
incertidumbre e impotencia que, durante toda la mañana, se ocupó de mí hasta
convertirme en un zombi que seguía las noticias de Chile como si se tratara de
mi propio país. Volví, una y otra vez, a pensar en mis amigos. Recordé toda la
historia de Carmelo Soria y me acordé de su hija, la gran Carmen Soria, un amor
de mujer que luchó desde el principio para recuperar la dignidad de su padre y
condenar a los militares asesinos que lo secuestraron y mataron. Recordé al
novelista Carlos Franz, y a Germán Marín, recordé de nuevo amigos y
amigas.
Los recordé a todos, mientras seguía
cayendo en la peor de la tristeza cada vez que el número de muertos en el
terremoto iba subiendo. Recordé, entonces, con otro aire distinto al de siempre,
el verso surrealista de Pablo Neruda: «Patria, palabra triste, como termómetro o
ascensor». O aquel del mexicano Pacheco titulado «Alta traición»: «No amo mi
patria./Su fulgor abstracto/es inasible./Pero (aunque suene mal)/daría la
vida/por diez lugares suyos /cierta gente,/puertos, bosques de
pinos,/fortalezas, una ciudad deshecha,/gris, monstruosa,/varias figuras de su
historia,/ montañas/y tres o cuatro ríos». Es decir, ese día de dolor sentí
Chile en el corazón, de nuevo, como Huidobro pero en serio: como mi segunda
patria. Esa segunda patria donde iba a tener lugar un congreso sobre la primera
patria de todos, nuestra lengua española, la misma que mañana se llamará
(palabra de Dámaso Alonso en su momento) lengua hispanoamericana. Y recordé a
Víctor García de la Concha, el director de toda esa reunión. Y me sentí así, por
los suelos, como si el mundo se hubiera hecho añicos en un solo minuto
terrible.
Poco a poco, pasé el día sin dejar de
pensar en Chile, en mis correrías por aquel país, en sus museos, sus músicas,
sus gentes y sus gastronomías. Y en la noche, cuando todo se había suspendido en
el aire por culpa del terremoto, yo solo en mi casa de Madrid, di el grito de
amor en español hacia aquel país del alma: «¡Fuerza, Chile, carajo!».
J. J. Armas Marcelo
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